miércoles, 29 de mayo de 2013

Don Alcibíades

Don Alcibíades tiene una facultad que sólo él se atribuyó. Saluda con especial ahínco a todo aquel que avienta su mirada. Pasa sus manos bruscas y cansadas por su escasa cabellera mientras vocifera, en pleno paradero y piqueteadero, ¡Ibagué! ¡Ibagué! 
Don Alcibíades se mimetiza con el asfalto contaminado, con los trajines de viajeros desconocidos. Va de un lado a otro, saluda a extraños, ser ríe solo, disfruta lo que hace. La gente del viejo pueblo parece legitimar su oficio, que no se sabe si es oficio o fina pedantería. Coquetea con cada una de las lugareñas, al igual que lo hacen sus arrugas con los destellos de luz y las gotas de sudor.
En esto pueblos, donde se apoltronan bastas planicies arroceras, las distancias no se miden por metros o kilómetros. Se miden por temperaturas. Al sur, el sol golpea fuerte contra la arada tierra, la humedad nubla los cuerpos, el sol y el asfalto hacen borrosas las perspectivas. Al norte, el sol es indulgente, situación que facilita el trabajo y las relaciones entre lugareños. Pero volvamos al enigmático personaje del paradero y piqueteadero. Por momentos parece esfumarse entre el borroso asfalto; si se observa con fijeza, al fondo del paradero –más allá del piqueteadero– don Alcibíades, con una picardía delatada por el brillo de sus ojos, recibe algunos pesos de manos de un conductor. Ahora, su oficio no sólo tiene legitimidad entre los lugareños, sino también retribución entre el gremio transportador.
En estas tierras los oficios ambulantes e independientes son más comunes que el cultivo de arroz. La ausencia del Estado y la presencia del hambre obligan al lugareño a salir adelante, entre el borroso asfalto y el sol inclemente que da la vida a cambio del sudor.
Sebastian Beltran Ospino

No hay comentarios:

Publicar un comentario